Dani Morales / LV
El origen de la idea está en un granjero idealista. Cansado de los estrictos códigos sociales de la Etiopía rural, donde la religión dirige los destinos de los hombres, un joven campesino llamado Zumra decidió crear una sociedad con sus propias normas. No fue una ruptura fácil: su mujer le abandonó, su familia lo consideró un enfermo mental y fue encarcelado durante meses. El joven Zumra perseveró, encontró a un pequeño grupo de personas que pensaba como él y consiguió un pequeña tierra donde fundar Awra Amba en 1972. Zumra, que vive en la aldea en una casa como las de los demás vecinos, explica qué le empujó a romper los moldes de la sociedad etíope.
“Quería vivir en un lugar donde las mujeres y los hombres vivieran como iguales y donde todos los niños pudieran ir a la escuela. No quería que la religión y la tradición dictaran cada aspecto de nuestras vidas. Por eso decidí crear un lugar en el que todos fueran respetados por igual y se trabajara colectivamente para tener una posibilidad de salir de la pobreza”. Un discurso tan revolucionario no tuvo buena acogida en una tierra tan tradicional. Los primeros años, los pueblos vecinos los vieron como una amenaza, los atacaron y tuvieron que abandonar sus casas en más de una ocasión.
Asnaaka, estudiante de turismo veinteañero, anuncia que los tiempos han mejorado. “Las tensiones con los vecinos no sólo se han reducido, ahora cooperamos con ellos y muchos vienen a tratarse a nuestro centro médico o colaboramos en el trabajo”. Tras crecer en Awra Amba e ir a estudiar a la universidad en la ciudad, Asnaaka ha decidido regresar a su aldea para hacerla crecer. Le gusta la humildad y la paz del lugar. Él es uno de los encargados de recibir a los visitantes y explicarles los valores y normas de la comunidad. Pasea a los curiosos por un pequeño museo con los valores de la aldea escritos en la pared –“La mayor angustia en la vida es no poder ayudar a alguien que lo necesita”–, por la guardería o la biblioteca públicas, por un pequeño hostal para visitantes (4 euros la noche) o incluso por el taller: como las tierras donde les dejaron establecerse no son excesivamente fértiles, varios miembros de la comunidad aprendieron a tejer. Fue también una cuestión de orgullo. “Hace años –recuerda Asnaaka– decidimos que no íbamos a recibir más ayuda de las oenegés. Una organización humanitaria nos daba comida, pero eso nos hacía dependientes, así que pedimos que no nos dieran nada más. Gracias a eso, nos pusimos a trabajar en el taller y ahora la venta de mantas, bufandas o demás es una de las principales fuentes de ingresos de la aldea”.
Según sus cálculos, el salario mínimo en Awra Amba –todos cobran igual, pero más allá de las 8 horas de trabajo comunitario cada uno puede trabajar más si quiere y ese excedente no se reparte– es el doble que en el resto de la región.
Al pasear por los caminos de tierra y entre las chozas de madera y paja, varios niños salen al encuentro de Asnaaka. Le saludan por su nombre y él los coge en brazos y reparte carantoñas. También hay hombres y mujeres trabajando hombro con hombro. “En Awra Amba no hay trabajos de mujeres o de hombres. Si te gustan los niños, los cuidas; si eres bueno en el campo, lo trabajas, y si te gusta la gente extranjera, les explicas cómo vivimos y les das la bienvenida”.
FUENTE: Xavier Aldecoa / La Vanguardia
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