viernes, 16 de abril de 2021

Apocalipsis encinae


Hace 25 años que fui a mi primera repoblación de ARBA, lo que indica la constancia y perseverancia de esta asociación en la protección del bosque autóctono. Quisiera aprovechar esta oportunidad para felicitaros.

La encina representa el grueso de la masa forestal de las grandes cuencas hidrológicas y es la especie que consolida e imbrica los distintos ecosistemas que forman Iberia.

La encina nos acompaña desde el paleolítico, repartiéndose junto a otras corcíneas la cobertura peninsular. Ha sido fuego, carbón, carreta, astil y viga, pero sobre todo ha sido alimento.

Quiero hacer aquí especial hincapié en el papel nutritivo que la encina y otros árboles frutescentes han tenido en el desarrollo de las sociedades históricas peninsulares. Los mismos romanos declararon abundante la población de los pueblos íberos, pero los mismos yacimientos arqueológicos descartan un uso intensivo ni de la agricultura ni del cereal, y en esos molinos se pueden moler tanto centeno como bellotas peladas.

¿Para qué arar en exceso si la vecería les proporcionaba el sustento base colgando de los árboles?. Hasta la Edad Moderna, muchos pueblos del norte de la península hacían pan de glandíferas como la encina y el castaño.

Y ahora la encina se muere.

Es, obviamente, el régimen de precipitaciones, y por extensión el cambio climático, el que plantea un jaque decisivo a la composición florística de nuestro entorno más directo. No puedo ser positivo, un análisis meteorológico a futuro nos muestra la reducción de la precipitación neta, pero también un incremento en la torrencialidad, esto es: los mismos litros por metro cuadrado que tendrían que caer en un mes, caen en dos días. La forma de la precipitación también se ve afectada: las zonas innivadas se reducen a las cordilleras más al norte y a cotas más altas, lo que reduce la guarda de nieve para primavera y la tasa de infiltración a los acuíferos de pie de sierra.

Situaciones como la de “Erwinia querciana” en encinas, alcornoques y robles, “Xylella fastidiosa” en olivos, castaño y rosáceas (cerezos, manzanos…) y procesionaria, hongos o escolítidos en distintas gimnospermas, plantean unos retos inmensos, pero no son más que los síntomas de un proceso de desertificación.

Problemas recurrentes, como los incendios forestales, planteamos que se resuelvan con una nueva extracción de la “biomasa” sobrante” (¿?). Está comprobada la capacidad de los bosques de “provocar” lluvia sobre sí mismos por la emisión de volátiles que actúan como núcleos de condensación. A menos árboles, menos lluvia. A menos lluvia, menos árboles.

Mientras tanto, la fracción de cabida cubierta de la superficie forestal cae, esto es, la fracción de suelo cubierto por copas maduras se reduce. Los pies plus envejecen, los rodales maduros mueren y la fertilidad de las semillas, así como su capacidad germinativa, baja progresivamente.

Resultado: la tasa de reposición natural es negativa, la superficie erosionada por la escorrentía es mayor.

Viene el desierto.

La desertificación es un círculo vicioso que sólo se puede interrumpir plantando. Todos cortamos (tú también, cuando vas al IKEA) pero pocos plantan.

¿Por qué las administraciones no repueblan?. Gran misterio.

El estado español, el sector agro-forestal (y el movimiento ecologista) han sido incapaces en 30 años de establecer un programa de protección forestal del territorio, que se acoplara a una red rural agrícola y ganadera.

La protección encapsulada de los actuales parques, reservas y zonas de especial protección han creado un mosaico de islas santuario, aisladas, y que decaen poco a poco por la falta de interconexión y la endogamia, así como por la invasión de especies foráneas.

La red fluvial y todo el ciclo del agua están tan intervenidos, regulados y contaminados que podemos decretar la próxima tiranía: la escasez de agua.

El entorno agrícola de las reservas naturales está tan contaminado y erosionado que nada bueno aporta, ni siquiera los alimentos que cultivamos, siendo totalmente dependiente de las subvenciones financieras e incapaz de crear empleo de calidad para el grueso de la población rural.

El acceso a la propiedad del suelo no urbano se enfrenta a la ausencia de recursos laborales y personales que garanticen la pervivencia, ya que el campo está entregado a servir a la ciudad de alimentos, recreo, energía y cementerios nucleares. La ciudad siempre ha sido un modelo devorador de recursos y personas. No es un modelo de desarrollo, sino de exclusión.

Mis abuelos poseían tierra. Ahora sólamente poseemos tabiques en el aire, a los que llega lo necesario por tubos y cables. El progreso nos ha expatriado de la tierra, nos ha expropiado el territorio y mercadea con él. En Grecia ya venden islas.

A nadie le gusta escuchar desgracias, pero alguien tiene que apagar el tocadiscos y decirle a la gente que se acabó la fiesta.

No importará si conseguimos ciudades sostenibles, porque el concepto mismo de ciudad es inviable, como es inviable el modelo de vida que llevamos. No es sólo que devoremos el entorno, es que no conseguimos vidas “vivibles”; es que el resultado del progreso no es la felicidad a costa del planeta, sino la guerra, el hambre y el desprecio por la vida humana, el egoísmo más desaforado, un narcisismo patológico y la anulación del individuo por el fenómeno masa.

Perdonad mi pesimismo, pero serán los hechos y no una opinión los que nos pongan en el mismo lugar que a la encina.

Es imprescindible plantar un futuro en el que estemos presentes.

Miguel Álvarez

FUENTE: ARBA